
México en la Cumbre CELAC–UE 2025 | Foto: SRE
Introducción
El orden internacional atraviesa una etapa de transición donde la certidumbre es cada vez más escasa. El fin de la Guerra Fría pareció abrir una era de hegemonía estadounidense incuestionable, basada en la expansión del libre mercado y la idea de que Washington podía garantizar estabilidad global. Sin embargo, los últimos veinte años demostraron los límites de ese modelo: los atentados del 11-S, la crisis financiera de 2008, la pandemia de Covid-19 y los conflictos recientes en Ucrania y Gaza han puesto en evidencia que el mundo se dirige hacia un sistema multipolar, fragmentado y lleno de tensiones.
En ese contexto, América Latina ocupa un lugar complejo. Como región no concentra los focos bélicos globales, pero tampoco logra articularse como un bloque con capacidad de incidencia. Para México, la pregunta central es cómo moverse entre dos dimensiones que lo definen: la dependencia estructural hacia Estados Unidos y la aspiración de ejercer liderazgo en América Latina. Esa tensión marca la esencia de su política exterior contemporánea.
Desarrollo
Uno de los aportes clave del diplomado fue reconocer que la geopolítica actual se articula en tres grandes dinámicas: la competencia entre potencias, la fragilidad de los actores centrales y el reposicionamiento del Sur global. En el caso de América Latina, esa reposición se expresa en la búsqueda de mayor autonomía frente a los centros de poder, aunque los esfuerzos suelen verse limitados por factores estructurales: desigualdad, debilidad institucional, fragmentación política y ausencia de liderazgos regionales sólidos.
Octavio Paz lo resumió con una frase que refleja tanto la riqueza como la vulnerabilidad de la región: “América Latina no es un ente ni una idea. Es una historia, un proceso, una realidad en perpetuo movimiento y cambio continuo”. Esa falta de homogeneidad impide construir un frente común en los grandes debates internacionales. Brasil y México son vistos como los principales líderes regionales, pero ambos arrastran sus propias limitaciones: Brasil, con oscilaciones políticas que van del aislacionismo a la ambición global; y México, con una política exterior inconstante, en palabras de Covarrubias, González y Morales, “atención variable, inconstante y selectiva” hacia sus vecinos.
En efecto, la historia reciente muestra que la política exterior mexicana hacia América Latina ha sido intermitente. La Doctrina Estrada, con su principio de autodeterminación, sigue siendo un pilar discursivo, pero en la práctica las decisiones mexicanas han oscilado entre la cooperación activa (como en la Alianza del Pacífico) y el repliegue ideológico (como en el caso de Venezuela). El propio Cosío Villegas advertía con crudeza que “en América Latina los intereses de México son sobre todo sentimentales, o cuando más de prestigio, es decir, lo que menos cuenta en la realpolitik internacional”.
Este desajuste entre discurso y acción se vuelve más evidente al observar el impacto de las potencias externas en la región. Estados Unidos busca reafirmar su influencia, apelando a un discurso renovado de la Doctrina Monroe. Lo hace mediante estrategias de control migratorio, medidas comerciales coercitivas y políticas de seguridad compartida. China, por su parte, amplía sus inversiones en infraestructura, comercio y energía, logrando atraer a más de veinte países latinoamericanos a su iniciativa de la Franja y la Ruta. Entre ambos gigantes, América Latina se vuelve un espacio de disputa y, en palabras de algunos analistas, “una región en la mira” más que una región con agenda propia.
Para México, la posición es especialmente compleja. Su pertenencia al T-MEC lo vincula estrechamente con Estados Unidos y Canadá, lo que le asegura acceso privilegiado al mercado más grande del mundo. Pero al mismo tiempo, su identidad cultural y política lo conecta con América Latina y lo impulsa a defender principios de soberanía y cooperación regional. Esta “geopolítica dual”, como la definen algunos académicos, puede ser una ventaja estratégica si se aprovecha para actuar como bisagra entre bloques. Sin embargo, requiere visión de largo plazo y voluntad política sostenida, algo que históricamente ha estado ausente.
La fragilidad de América Latina como bloque multiplica los retos. Los mecanismos regionales, desde la OEA hasta la CELAC, atraviesan crisis de legitimidad y no logran convertirse en actores globales relevantes. La fragmentación ideológica, los cambios constantes de gobierno y la falta de consensos estratégicos hacen que la región se presente como un mosaico disperso. En este escenario, México podría asumir un papel moderador y articulador, pero esa ambición choca con la prioridad de atender su relación bilateral con Estados Unidos y con sus problemas internos.
Aun así, la política exterior mexicana tiene activos importantes: su prestigio como mediador histórico en conflictos (Centroamérica en los años ochenta), su participación en foros multilaterales y su capacidad de ejercer poder suave a través de la cultura y la diplomacia pública. El desafío está en reactivar esos recursos y proyectarlos hacia un mundo multipolar en el que el Sur global —incluida América Latina— comienza a reclamar más voz.
Conclusión
La política exterior de México se encuentra en una encrucijada. Por un lado, depende de Estados Unidos para sostener su economía y garantizar su seguridad. Por otro, necesita fortalecer sus vínculos con América Latina para no quedar reducido a un socio subordinado del norte. Como advirtió Covarrubias, la ausencia de voluntad sostenida de liderazgo ha limitado el papel de México en la región. Y, sin embargo, el país tiene los recursos para aspirar a más: una economía intermedia con proyección global, una ubicación geográfica estratégica y una tradición diplomática reconocida.
El reto está en superar la contradicción entre un discurso latinoamericanista cargado de identidad y una práctica diplomática que muchas veces privilegia la realpolitik. Como estudiante de Relaciones Internacionales, considero que México debe dejar de ver a América Latina solo como un espacio simbólico o sentimental, y asumirla como un terreno estratégico donde se juega parte de su autonomía futura. El dilema, en el fondo, no es si México elige a Estados Unidos o a América Latina, sino si se atreve a diseñar una política exterior activa, coherente y de largo aliento que combine pragmatismo con principios. Solo así podrá ser más que un actor reactivo: un país capaz de tender puentes en un mundo multipolar.


